PERÚ: ROBAR LO JUSTO.
Hace pocos días se publicó en diferentes medios una carta en la que un grupo de escritores e intelectuales peruanos, entre los que destacan Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique, nos pronunciábamos a favor del voto a Ollanta Humala, candidato a la presidencia de la república que se enfrentará a Keiko Fujimori en la segunda vuelta electoral de este 5 de junio próximo. Ahora bien, ninguno de los firmantes piensa que Humala sea una opción ideal ni despierta nuestro entusiasmo; antes bien, muchos nos planteamos serias dudas sobre la fiabilidad de su candidatura.
¿Y entonces, por qué pedir el voto por él? Porque, como le ocurre a muchos peruanos en estos momentos, consideramos que no tenemos ninguna otra alternativa, habida cuenta de que votar por Keiko Fujimori es otorgarle carta de legitimidad a un Gobierno no solo corrupto sino de decidida connotación autocrática como fue el de su padre, y que con toda probabilidad será, de ganar la hija de Fujimori, mera continuación de aquel.
Se podría argüir aquí, como muchos ya lo han hecho durante toda la campaña electoral, que ella no tiene la culpa de los crímenes y felonías de su padre y que resultaría injusto condenarla por los excesos y atropellos que cometió el fujimontesinismo durante los oscuros años en que gobernó. Pero esa es una observación frágil y en el mejor de los casos de una benevolencia peligrosa, pues no podemos olvidar que Keiko Fujimori fue primera dama del país durante aquel Gobierno y una colaboradora activa de este, además de ser la principal propulsora de la idea de conceder el indulto a Alberto Fujimori, que actualmente cumple condena por crímenes contra los derechos humanos, al igual que Vladimiro Montesinos, el tenebroso asesor que intoxicó nuestra vida política con sus sobornos y asesinatos.
Pues bien, alrededor de esa dupla siniestra que gobernó el país haciendo ondear la bandera de la corrupción y cometiendo toda clase de crímenes con absoluta impunidad, se alineó, como un enjambre de moscas revoloteando entusiasmadas en una sentina, toda una cohorte de periodistas, empresarios y políticos rufianescos que hasta hoy sigue constituyendo el núcleo fuerte del fujimorismo que la hija del encarcelado expresidente piensa llevar nuevamente al poder.
Lo peor de todo, en aquel periodo oscuro de nuestra historia reciente, es que se afianzó en la sociedad la peligrosa idea de que los Gobiernos son básicamente corruptos, que el hurto, la trampa y la picaresca son las herramientas necesarias para sobrevivir y prosperar y que, en definitiva, la definición de pragmatismo es simple: eficacia sin escrúpulos.
No encuentro mejor ilustración de ello que lo que me ocurrió hace un año atrás durante una corta visita que hice a Lima, cuando discutía con un taxista sobre la situación del país a propósito de la campaña electoral que por aquel entonces calentaba motores. Ante mis argumentos acerca de la corrupción que supuso el Gobierno de Fujimori, el taxista, entregado defensor de aquel nefasto presidente, admitió a regañadientes en un momento de nuestra charla que sí, que Fujimori “había robado”. Pero luego agregó un apunte de categoría moral al parecer irrefutable: “Fujimori robó. Pero robó lo justo”.
La laxitud moral que hay en la frase es, por desgracia, el sustrato de fondo de quienes hablan de los logros de Fujimori olvidando los atropellos, el desfalco, los sobornos y los asesinatos que dieron combustión a ese motor y olvidando de paso que la falta de honradez no es una mera cuestión romántica frente a la que la inmediatez del día a día se impone, sino un elemento indispensable para la prosperidad y el progreso, y que su ausencia en aras de beneficios inmediatos es una bomba de tiempo que tarde o temprano nos estallará en la cara a todos.
No dudo, por supuesto, que haya peruanos de buena fe para quienes Keiko Fujimori es una opción legítima, pero mucho me temo que la gran mayoría simplemente ha optado por cerrar los ojos ante la corrupción, el asesinato y la injusticia con el argumento de que más vale malo conocido que bueno por conocer.
Por desgracia además, Ollanta Humala ni siquiera es lo bueno por conocer, puesto que su agresiva campaña populista -hoy en apariencia suavizada por los vientos electorales que amenazan con llevárselo al olvido- su izquierdismo gritón y su ideología cuartelaria parecen gestados en el vientre de alquiler del chavismo más profundo y por lo tanto un verdadero peligro para todo lo conseguido en esta última década de crecimiento económico y afianzamiento institucional en el Perú.
Los medios de comunicación nostálgicos del fujimorismo han aprovechado esta circunstancia olvidándose de mencionar que Hugo Chávez consideraba un ejemplo al Fujimori que cerró el Congreso y despachó la democracia en un abrir y cerrar de ojos, y que el trato entre ambos autócratas era cordial y pleno de entendimiento. Basta recordar que fue el Gobierno de Fujimori el que ofreció asilo político en 1992 a los golpistas que pretendieron derrocar al presidente Carlos Andrés Pérez. Y que Hugo Chávez concedió asimismo asilo a Vladimiro Montesinos cuando este huyó del país, perseguido por la justicia peruana, aunque tuviera que entregarlo después dada la magnitud del escándalo que terminó por derrumbar al Gobierno de Fujimori, quien finalmente prefirió huir al Japón.
Sin embargo, el temor a que sea precisamente Humala el que siga los pasos de Hugo Chávez y dé un giro de 180 grados al derrotero trazado por los dos anteriores Gobiernos arrojándonos así a un peligroso neopopulismo de izquierdas, es la principal baza en contra de su candidatura. Y sería un equívoco no tenerlo en cuenta.
Sin embargo, hay al menos tres aspectos que a algunos nos hacen confiar en que Humala no será el próximo Chávez: en primer lugar, el Perú de cuentas saneadas y de crecimiento económico -al que le toca urgentemente hacer llegar la prosperidad a todos los rincones del país si quiere seguir siéndolo- no es la Venezuela estrangulada por la ineficacia y estulticia de una clase política tan nefasta que arrojó a su electorado a los brazos del dictador.
Segundo, que el propio modelo del autócrata venezolano vive sus horas más bajas, desgastado tanto por su corrupción e inoperancia como por sus excesos y bravuconadas, más propias de un tiranuelo de opereta que de un mandatario serio o incluso de un revolucionario honesto. Ya muy pocos dan un duro por él, pues estos años solo ha ganado descrédito hasta en quienes al principio lo defendían con vigor.
Y, finalmente pero no menos importante, que la sociedad actual, infinitamente más participativa, conectada por redes sociales y sacudida de la atonía que la tuvo aletargada durante tanto tiempo, es capaz de movilizarse y organizarse contra las dictaduras y los malos Gobiernos, como ya hemos visto, adoptando una actitud vigilante frente a los excesos del poder. Ese es el ánimo que, como a muchos colegas, me ha hecho firmar una carta a favor de Humala, candidato del que recelo, pero que reconozco como única opción para detener la impunidad de volver al fujimorismo: no se trata de elegir entre dos posibles Gobiernos malos; se trata de no elegir a quien ya dio sobradas muestras de felonía y delincuencia.
¿Podemos no votar por ninguno de ellos para no participar en este sórdido asunto, como algunos amigos a quienes respeto y aprecio plantean muy legítimamente incluso pagando una multa por no votar? (en el Perú el voto es obligatorio) Podría ser. Pero creo que si pocas veces se dan las circunstancias ideales para participar en la construcción de un país, en este caso apenas si estamos votando para que no se destruya lo que debería ser el principal activo de una nación: su sentido de la decencia. Votar por Humala quizá sea un suicidio. Pero en todo caso será un suicidio en legítima defensa. (Jorge Eduardo Benavides, escritor peruano)
Hace pocos días se publicó en diferentes medios una carta en la que un grupo de escritores e intelectuales peruanos, entre los que destacan Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique, nos pronunciábamos a favor del voto a Ollanta Humala, candidato a la presidencia de la república que se enfrentará a Keiko Fujimori en la segunda vuelta electoral de este 5 de junio próximo. Ahora bien, ninguno de los firmantes piensa que Humala sea una opción ideal ni despierta nuestro entusiasmo; antes bien, muchos nos planteamos serias dudas sobre la fiabilidad de su candidatura.
¿Y entonces, por qué pedir el voto por él? Porque, como le ocurre a muchos peruanos en estos momentos, consideramos que no tenemos ninguna otra alternativa, habida cuenta de que votar por Keiko Fujimori es otorgarle carta de legitimidad a un Gobierno no solo corrupto sino de decidida connotación autocrática como fue el de su padre, y que con toda probabilidad será, de ganar la hija de Fujimori, mera continuación de aquel.
Se podría argüir aquí, como muchos ya lo han hecho durante toda la campaña electoral, que ella no tiene la culpa de los crímenes y felonías de su padre y que resultaría injusto condenarla por los excesos y atropellos que cometió el fujimontesinismo durante los oscuros años en que gobernó. Pero esa es una observación frágil y en el mejor de los casos de una benevolencia peligrosa, pues no podemos olvidar que Keiko Fujimori fue primera dama del país durante aquel Gobierno y una colaboradora activa de este, además de ser la principal propulsora de la idea de conceder el indulto a Alberto Fujimori, que actualmente cumple condena por crímenes contra los derechos humanos, al igual que Vladimiro Montesinos, el tenebroso asesor que intoxicó nuestra vida política con sus sobornos y asesinatos.
Pues bien, alrededor de esa dupla siniestra que gobernó el país haciendo ondear la bandera de la corrupción y cometiendo toda clase de crímenes con absoluta impunidad, se alineó, como un enjambre de moscas revoloteando entusiasmadas en una sentina, toda una cohorte de periodistas, empresarios y políticos rufianescos que hasta hoy sigue constituyendo el núcleo fuerte del fujimorismo que la hija del encarcelado expresidente piensa llevar nuevamente al poder.
Lo peor de todo, en aquel periodo oscuro de nuestra historia reciente, es que se afianzó en la sociedad la peligrosa idea de que los Gobiernos son básicamente corruptos, que el hurto, la trampa y la picaresca son las herramientas necesarias para sobrevivir y prosperar y que, en definitiva, la definición de pragmatismo es simple: eficacia sin escrúpulos.
No encuentro mejor ilustración de ello que lo que me ocurrió hace un año atrás durante una corta visita que hice a Lima, cuando discutía con un taxista sobre la situación del país a propósito de la campaña electoral que por aquel entonces calentaba motores. Ante mis argumentos acerca de la corrupción que supuso el Gobierno de Fujimori, el taxista, entregado defensor de aquel nefasto presidente, admitió a regañadientes en un momento de nuestra charla que sí, que Fujimori “había robado”. Pero luego agregó un apunte de categoría moral al parecer irrefutable: “Fujimori robó. Pero robó lo justo”.
La laxitud moral que hay en la frase es, por desgracia, el sustrato de fondo de quienes hablan de los logros de Fujimori olvidando los atropellos, el desfalco, los sobornos y los asesinatos que dieron combustión a ese motor y olvidando de paso que la falta de honradez no es una mera cuestión romántica frente a la que la inmediatez del día a día se impone, sino un elemento indispensable para la prosperidad y el progreso, y que su ausencia en aras de beneficios inmediatos es una bomba de tiempo que tarde o temprano nos estallará en la cara a todos.
No dudo, por supuesto, que haya peruanos de buena fe para quienes Keiko Fujimori es una opción legítima, pero mucho me temo que la gran mayoría simplemente ha optado por cerrar los ojos ante la corrupción, el asesinato y la injusticia con el argumento de que más vale malo conocido que bueno por conocer.
Por desgracia además, Ollanta Humala ni siquiera es lo bueno por conocer, puesto que su agresiva campaña populista -hoy en apariencia suavizada por los vientos electorales que amenazan con llevárselo al olvido- su izquierdismo gritón y su ideología cuartelaria parecen gestados en el vientre de alquiler del chavismo más profundo y por lo tanto un verdadero peligro para todo lo conseguido en esta última década de crecimiento económico y afianzamiento institucional en el Perú.
Los medios de comunicación nostálgicos del fujimorismo han aprovechado esta circunstancia olvidándose de mencionar que Hugo Chávez consideraba un ejemplo al Fujimori que cerró el Congreso y despachó la democracia en un abrir y cerrar de ojos, y que el trato entre ambos autócratas era cordial y pleno de entendimiento. Basta recordar que fue el Gobierno de Fujimori el que ofreció asilo político en 1992 a los golpistas que pretendieron derrocar al presidente Carlos Andrés Pérez. Y que Hugo Chávez concedió asimismo asilo a Vladimiro Montesinos cuando este huyó del país, perseguido por la justicia peruana, aunque tuviera que entregarlo después dada la magnitud del escándalo que terminó por derrumbar al Gobierno de Fujimori, quien finalmente prefirió huir al Japón.
Sin embargo, el temor a que sea precisamente Humala el que siga los pasos de Hugo Chávez y dé un giro de 180 grados al derrotero trazado por los dos anteriores Gobiernos arrojándonos así a un peligroso neopopulismo de izquierdas, es la principal baza en contra de su candidatura. Y sería un equívoco no tenerlo en cuenta.
Sin embargo, hay al menos tres aspectos que a algunos nos hacen confiar en que Humala no será el próximo Chávez: en primer lugar, el Perú de cuentas saneadas y de crecimiento económico -al que le toca urgentemente hacer llegar la prosperidad a todos los rincones del país si quiere seguir siéndolo- no es la Venezuela estrangulada por la ineficacia y estulticia de una clase política tan nefasta que arrojó a su electorado a los brazos del dictador.
Segundo, que el propio modelo del autócrata venezolano vive sus horas más bajas, desgastado tanto por su corrupción e inoperancia como por sus excesos y bravuconadas, más propias de un tiranuelo de opereta que de un mandatario serio o incluso de un revolucionario honesto. Ya muy pocos dan un duro por él, pues estos años solo ha ganado descrédito hasta en quienes al principio lo defendían con vigor.
Y, finalmente pero no menos importante, que la sociedad actual, infinitamente más participativa, conectada por redes sociales y sacudida de la atonía que la tuvo aletargada durante tanto tiempo, es capaz de movilizarse y organizarse contra las dictaduras y los malos Gobiernos, como ya hemos visto, adoptando una actitud vigilante frente a los excesos del poder. Ese es el ánimo que, como a muchos colegas, me ha hecho firmar una carta a favor de Humala, candidato del que recelo, pero que reconozco como única opción para detener la impunidad de volver al fujimorismo: no se trata de elegir entre dos posibles Gobiernos malos; se trata de no elegir a quien ya dio sobradas muestras de felonía y delincuencia.
¿Podemos no votar por ninguno de ellos para no participar en este sórdido asunto, como algunos amigos a quienes respeto y aprecio plantean muy legítimamente incluso pagando una multa por no votar? (en el Perú el voto es obligatorio) Podría ser. Pero creo que si pocas veces se dan las circunstancias ideales para participar en la construcción de un país, en este caso apenas si estamos votando para que no se destruya lo que debería ser el principal activo de una nación: su sentido de la decencia. Votar por Humala quizá sea un suicidio. Pero en todo caso será un suicidio en legítima defensa. (Jorge Eduardo Benavides, escritor peruano)
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