¿QUÉ SIGNIFICA EL ROL SUBSIDIARIO DEL ESTADO?
¿Qué pensaría si le dijeran que lo que paga por impuestos va a ser utilizado para financiar la instalación de una pollería por una universidad nacional o para que la imprenta de un instituto armado se dedique a negocios de impresión de partes matrimoniales? ¿Le gustaría que se usen para financiar la operación de naves y aeronaves de un instituto armado que atiende las necesidades de algunas empresas petroleras? ¿Y qué pensaría si le dicen que en una licitación para asfaltar algunas calles de Miraflores va a tener que competir con una entidad del Estado o una empresa del Estado cuyas máquinas y personal son pagados con sus impuestos?
A nadie le gusta que le cobren impuestos para financiar aventuras empresariales de este tipo, menos cuando al hacerlo se descuida la atención de las labores que solo al Estado le corresponde atender (educación, salud y seguridad) o cuando estos serán usados para financiar las actividades de un competidor que luego lo sacará a uno del mercado.
Actualmente existe un conjunto de normas que buscan evitar que se presenten situaciones como las mencionadas y que, lamentablemente, no han sido sacadas de un libro de cuentos sino de lo que ha venido ocurriendo en el país en los últimos 15 años. No hay que irse a los 70 u 80 para encontrar estos ejemplos; basta mirar el cúmulo de actividades empresariales encubiertas que realizan las entidades públicas todos los días y cuyos ingresos terminan reflejándose en lo que se conoce como "Recursos Directamente Recaudados".
Dichas normas desarrollan una regla básica contenida en la Constitución: la actividad empresarial del Estado puede desarrollarse –no está proscrita de manera absoluta- sujeta a ciertas condiciones. Se requiere habilitación por ley expresa y siempre deberá ser "subsidiaria" (en defecto de) la actividad de los privados.
¿Y por qué existen esas condiciones? Pues porque a nadie, incluso a aquellos que creen necesaria una mayor actividad del Estado, le interesa ver al Estado administrando pollerías, cines o dedicados a la extracción de anchoveta.
Si bien a alguien se le podría ocurrir (en una lectura creativa del artículo Constitucional) utilizar la actividad empresarial del Estado como un instrumento para regular la conducta de las empresas privadas, hay que recordar que el Estado cuenta con innumerables mecanismos para disciplinar el comportamiento de dichos agentes (usando sanciones, o incentivos más bien positivos como el Bono del Chatarreo), muchos de ellos más eficaces y menos costosos que la acción directa del Estado. Lo razonable en este contexto es privilegiar el uso de estos últimos instrumentos.
Estamos entrando a un debate en el que se pone en cuestión las reglas que rigen la actividad empresarial del Estado. Nada más saludable, si se hace dejando de lado los argumentos ideológicos y se evalúa seriamente lo que implica (costos y beneficios) la actuación del Estado en el mercado. Entablemos una discusión en la que si bien se mire lo que sucede fuera (Brasil, o Chile si se quiere), no se cierren los ojos ante lo que ha venido sucediendo en nuestro país.
No caigamos en el fácil argumento de dar por sentado que debemos hacer algo simplemente porque otros también lo hacen. Incluso si es cierto que esto ocurre en otros lados, no estamos hablando de un tema que pueda definirse en función de "modas", "gustos" o "preferencias" en otros lados. No son ellos los que pagarán por los "platos rotos" si aquí se toma una decisión equivocada. Por lo demás, a veces resulta mejor comportarse de manera diferente al resto.
Solo enfrentando la discusión de esta manera y mirando las implicancias prácticas de lo que se propone, tendremos la seguridad de que los impuestos que pagamos no terminarán financiando las operaciones de una pollería en Puno.
¿Qué pensaría si le dijeran que lo que paga por impuestos va a ser utilizado para financiar la instalación de una pollería por una universidad nacional o para que la imprenta de un instituto armado se dedique a negocios de impresión de partes matrimoniales? ¿Le gustaría que se usen para financiar la operación de naves y aeronaves de un instituto armado que atiende las necesidades de algunas empresas petroleras? ¿Y qué pensaría si le dicen que en una licitación para asfaltar algunas calles de Miraflores va a tener que competir con una entidad del Estado o una empresa del Estado cuyas máquinas y personal son pagados con sus impuestos?
A nadie le gusta que le cobren impuestos para financiar aventuras empresariales de este tipo, menos cuando al hacerlo se descuida la atención de las labores que solo al Estado le corresponde atender (educación, salud y seguridad) o cuando estos serán usados para financiar las actividades de un competidor que luego lo sacará a uno del mercado.
Actualmente existe un conjunto de normas que buscan evitar que se presenten situaciones como las mencionadas y que, lamentablemente, no han sido sacadas de un libro de cuentos sino de lo que ha venido ocurriendo en el país en los últimos 15 años. No hay que irse a los 70 u 80 para encontrar estos ejemplos; basta mirar el cúmulo de actividades empresariales encubiertas que realizan las entidades públicas todos los días y cuyos ingresos terminan reflejándose en lo que se conoce como "Recursos Directamente Recaudados".
Dichas normas desarrollan una regla básica contenida en la Constitución: la actividad empresarial del Estado puede desarrollarse –no está proscrita de manera absoluta- sujeta a ciertas condiciones. Se requiere habilitación por ley expresa y siempre deberá ser "subsidiaria" (en defecto de) la actividad de los privados.
¿Y por qué existen esas condiciones? Pues porque a nadie, incluso a aquellos que creen necesaria una mayor actividad del Estado, le interesa ver al Estado administrando pollerías, cines o dedicados a la extracción de anchoveta.
Si bien a alguien se le podría ocurrir (en una lectura creativa del artículo Constitucional) utilizar la actividad empresarial del Estado como un instrumento para regular la conducta de las empresas privadas, hay que recordar que el Estado cuenta con innumerables mecanismos para disciplinar el comportamiento de dichos agentes (usando sanciones, o incentivos más bien positivos como el Bono del Chatarreo), muchos de ellos más eficaces y menos costosos que la acción directa del Estado. Lo razonable en este contexto es privilegiar el uso de estos últimos instrumentos.
Estamos entrando a un debate en el que se pone en cuestión las reglas que rigen la actividad empresarial del Estado. Nada más saludable, si se hace dejando de lado los argumentos ideológicos y se evalúa seriamente lo que implica (costos y beneficios) la actuación del Estado en el mercado. Entablemos una discusión en la que si bien se mire lo que sucede fuera (Brasil, o Chile si se quiere), no se cierren los ojos ante lo que ha venido sucediendo en nuestro país.
No caigamos en el fácil argumento de dar por sentado que debemos hacer algo simplemente porque otros también lo hacen. Incluso si es cierto que esto ocurre en otros lados, no estamos hablando de un tema que pueda definirse en función de "modas", "gustos" o "preferencias" en otros lados. No son ellos los que pagarán por los "platos rotos" si aquí se toma una decisión equivocada. Por lo demás, a veces resulta mejor comportarse de manera diferente al resto.
Solo enfrentando la discusión de esta manera y mirando las implicancias prácticas de lo que se propone, tendremos la seguridad de que los impuestos que pagamos no terminarán financiando las operaciones de una pollería en Puno.
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